domingo, 5 de noviembre de 2017

RELATO DE FICCIÓN: R.I.P.

Cuando la muerte no es 
el final...


Aquel sábado fue el día fatídico. La fecha, señalada por el destino, en que todo empezó. Aunque, según como se mire, sería más correcto decir que fue cuando todo terminó. Porque comenzar, lo que se dice comenzar, supongo que fue mucho antes, concretamente treinta y seis años antes. O precisando aún más; la desgracia germinó en el mismo instante en que nací. Porque aquella tarde, con el primer llanto de vida, entró en mi diminuto cuerpecito —quiero puntualizar que entonces era diminuto, pero que después crecí hasta alcanzar las dimensiones de un hombre normal— el alma.
Sí, he dicho el alma, esa sustancia incorpórea que es el principio vital de cualquier ser vivo. Eso, o lo que Dios quiera que sea, porque confieso que nunca me he interesado demasiado en interpretaciones filosóficas, teológicas o metafísicas sobre este tema ¿quién lo hace? La cosa es que el alma entró en mi interior. No un ánima cualquiera, sino concretamente la mía, con todas las peculiaridades y rarezas que después conformarían mi personalidad. 

No obstante, ahora que lo pienso… quizás entró antes, en el momento de la concepción ¿alguno de vosotros tiene una idea al respecto? No imagino cómo se las puede apañar un espíritu para entrar en una célula microscópica, pero quizás lo haga… Es igual, no quiero divagar desviándome del asunto principal. El hecho es que cuando nací el alma se aferró a mi cuerpo, tomó el control de mi ser y yo adquirí conciencia de mí mismo.
Ahora es cuando pensaréis: «como todo el mundo», y posiblemente tendréis razón, pero ese es el quid de la cuestión: ¿como todo el mundo? ¿Realmente todas las almas se acoplan a los cuerpos de la misma forma? Yo creo que no. Espero por vuestro bien que no. Yo opino que existen diferentes tipos de espíritus. Algunos son ligeros, parecen flotar sobre sus dueños como una nube y pertenecen a personas risueñas, soñadoras o despistadas. Estas almas están predispuestas a abandonar el cuerpo a las primeras de cambio; una gripe complicada, un pequeño golpe, incluso un mal de amores… cualquier excusa es buena para que el ánima expire y vuele libre, ocasionando al pobre individuo una muerte prematura. Otras son pesadas como el plomo, enraízan con fuerza en el cuerpo y se niegan a abandonarlo aunque esté exhausto, acabado, machacado, quebrado, infecto o agónico.
Mi alma pertenece a este último grupo, es un espíritu yunque. Ya de niño fui una persona lenta, pesada, de movimientos torpes, de reacciones pausadas. Previsor y predecible, cauto y poco dado a correr riesgos inútiles. Pronto descubrí que era mi propia esencia interior la que me impedía obrar o pensar de manera distinta. Fui un niño cuya alma elefantina le subyugaba la existencia. Pero no se trata ahora de rememorar mi infancia, no, volvamos al principio; el sábado.
Ese día Claudia se empeñó en hacer una excursión al peñón de Ifach. No sé si he dicho ya que Claudia era mi novia, o según ella, mi prometida. Diez años atrás éramos amigos y poco a poco nuestra relación fue avanzando, afianzándose lentamente. Ya sabéis que a mí no me gusta precipitarme. Y esto último es un chiste macabro de cosecha propia, como pronto descubriréis.
—Este finde podríamos hacer algo —dijo. Su estrategia para persuadirme de acometer cualquier actividad que no me agradase, siempre comenzaba por «hacer algo».
—¿No íbamos a ir al cine? —respondí sin levantar la vista del libro que estaba leyendo cómodamente sentado en el sofá de mi apartamento.
—Yo me refería a coger el coche e ir a algún sitio, pasar el día fuera.
Su respuesta me obligó a dejar la lectura y centrarme en sus palabras. He de comentar que el libro en cuestión era una recopilación de cuentos de Edgar Alan Poe. Y no lo reseño por banalidad, sino porque es relevante para esta historia. Precisamente acababa de releer «El entierro prematuro».
—Será solo un día, saldremos temprano y volveremos al anochecer, cari —continuó diciendo.
Yo puse cara de fastidio antes de responder:
—Pero los fines de semana siempre hay mucho tráfico.
Ella continuó como si no hubiese oído mi reproche:
—Había pensado visitar Caspe, comer por allí y hacer una excursión al peñón…
—¡Caspe! —exclamé alarmado— pero eso está muy lejos.
—Vamos cari, ni siquiera tenemos que salir de la provincia.
Era cierto, tanto Caspe como nuestro pequeño pueblo pertenecían a la provincia de Alicante. Pero cualquier lugar más allá de la capital me parecía extraordinariamente lejano.
—Al menos hay sesenta kilómetros…
—Se llega en menos de una hora.
No voy a reproducir toda la conversación, pues es manifiesto que me convenció o que no tuve más remedio que dejarme convencer. De todas formas, el sábado conduje con gesto serio y callado para evidenciar mi contrariedad, además, me las arreglé para tardar más de una hora en llegar a nuestro destino.
—He leído que la excursión por el peñón puede ser peligrosa —insistí durante el trayecto—, existe riesgo de caídas. Hay gente que se ha despeñado.
Me gustaba usar esa palabra, si vas a un «peñón» es lógico que el peligro sea «despeñarse».
—Hay una ruta señalizada y no nos saldremos de ella. La pueden recorrer hasta los niños.
Su razonamiento, sin embargo, no era lógico, pues de la premisa «lo puede hacer un niño»  no se concluye que lo pueda hacer yo.
—Podría caer y matarme —protesté— o aún peor, quedar en coma y que, por un error médico, me enterréis vivo.
Claudia rió mi ocurrencia, pero yo no bromeaba. Después de leer a Poe había pasado varias noches inquieto en la cama, dándole vueltas a la terrible historia de «El entierro prematuro». Aunque yo no padecía catalepsia ni ninguna otra dolencia parecida, juzgaba muy probable que los médicos confundieran, en mi caso, un coma con la muerte. Como prueba tenía a mi favor las innumerables ocasiones que había acudido a mi médico y este no había sabido diagnosticarme correctamente: «Esto no es nada, váyase a casa y no se preocupe más de la cuenta». Hasta tal punto me alteré, que una noche me levanté de madrugada para consultar por internet mi seguro de vida —por cierto, ¿por qué se llama de vida si lo que te asegura es la muerte?—. No hacía mucho tiempo que había actualizado las cláusulas, pero seguía intranquilo, así que seleccioné la opción «Eternity Luxe». Era la más cara y cubría el mejor servicio, un servicio que no caería en el imperdonable error de diagnosticar de forma inexacta una defunción. Más tranquilo, regresé a mi lecho sin entretenerme en leer la letra pequeña del nuevo contrato actualizado.
A pesar de todo, Claudia se mostró radiante y alegre aquel día nefasto. La temperatura era agradable, no soplaba viento y el sol lucía esplendido en el cielo. No podía esgrimir más argumentos para hacer desistir a mi novia de sus traicioneros planes, así que, armados con unas mochilas, iniciamos el asedio al peñón. Encontré el sendero demasiado estrecho y la señalización poco eficaz, en cualquier momento podía pisar mal y caer rodando por la ladera. Estos inconvenientes retrasaron mi paso, y Claudia, más pendiente de grabar escenas naturales que de preocuparse por su novio, fue dejándome atrás. Ocurrió entonces que unos endiablados animales, unas ratas aladas herederas de los dinosaurios, se abalanzaron sobre mí. De pronto, mil gaviotas —como en la canción—, volaron directas hacia mi persona con la indiscutible intención de atacarme con sus afilados picos.
Tuve que huir. En mi desesperación elegí el camino equivocado, pasé al otro lado de las cuerdas y corrí, o caminé deprisa, sin percatarme de que me acercaba peligrosamente al abismo.
Debo reconocer que no recuerdo cómo sucedió. La siguiente imagen que guardo en mi mente es estar tendido en el suelo, sobre las rocas, mientras veía como un socorrista desciendía con su equipo por el desfiladero. El hombre se arrodilló a mi lado, me habló, pero yo no pude responder. No le pude decir que ya se lo había advertido a mi novia. Me evacuaron con un helicóptero. Nunca en mi vida había pasado tanto miedo; ¡aquel aparato era realmente muy peligroso! Quise negarme rotundamente a subir en él, pero me fue imposible emitir queja alguna. «Me he quedado tetrapléjico» pensé horrorizado al comprobar que no podía mover ni un solo músculo de mi cuerpo. Realicé el viaje realmente compungido, no imaginaba mayor desgracia. Pero me equivoqué; cuando el monstruo volador aterrizó y desapareció el ruido infernal, oí unas palabras que me dejaron helado:
—No hemos podido hacer nada. Está muerto.
«¡No, no estoy muerto!» grité sin palabras. Yo no podía hablar y ellos no me podían escuchar. Mi mayor pesadilla se estaba cumpliendo, se materializaba siniestra ante mis ojos; como en el cuento de Poe, me daban por fallecido sin estarlo. Quise tranquilizarme, pensé que cuando ingresara en el hospital un médico de «verdad» advertiría el error. Pero eso no ocurrió, certificaron mi defunción y pusieron el cuerpo en manos de la funeraria.
Ya solo me quedaba una esperanza, una postrera oportunidad, que el tanatopractor observase algún signo vital en mí organismo mientras realizaba la tanatopraxia estipulada en mi contrato «luxe». Resultó que por las características convenidas, la empresa tuvo que demandar los servicios de un profesional externo: un hombre delgado, enjuto, serio, de cuidada perilla y modales exquisitos. Vestía un traje con chaleco y corbata, sus manos eran suaves y diestras, como las de un artesano. El hombre realizó un trabajo excelente, os lo puedo asegurar, pues estuve presente durante todo el proceso. Dos días anduvo atareado con mi cuerpo, pero en ningún momento se percató de la confusión. Finalmente, satisfecho de su labor, me entregó para el sepelio.
Al tercer día después del accidente, acabados los velatorios, y sintiéndome yo totalmente burlado por los hados de la fortuna, llegó el momento de la sepultura. Cerraron y sellaron mi féretro, realizamos un corto trayecto en lo que imaginé que sería el coche fúnebre, y  enseguida noté como introducían el ataúd en el nicho. Entonces pensé, apesadumbrado, pero con cierto alivio, que al fin la muerte se produciría, pues no podría sobrevivir sin aire durante muchos minutos más.
Me equivoqué de nuevo. Aquí sigo. No sé cuánto tiempo he tenido para reflexionar, he perdido cualquier noción temporal, pero he llegado a la única conclusión lógica: estoy muerto. Creo que me maté en el mismo instante en que golpeé el fondo del precipicio. Cuando el sanitario bajó a rescatarme yo ya era un cadáver, igual que lo era cuando me izaron con el helicóptero y cuando Claudia se despidió de mí en el tanatorio.
El problema es mi alma lapa, esta ánima mía que se aferra a un cuerpo sin vida,  no quiere enterarse de que estoy muerto y que debería volar libre. Sí, mi espíritu es terco, plúmbeo, y sigue aquí prisionero de la materia inerte. Quiero suponer que algún día, cuando mi cuerpo sea polvo y no quede carne ni huesos a los que agarrarse, el alma desistirá y abandonará esta cárcel oscura para ir a dónde le ataña, al cielo o al infierno, si es que existe alguno de los dos. Estoy convencido de ello, solo debo esperar a que este cascarón vacío se pudra y desaparezca.
Mientras tanto, me entretengo con estos soliloquios, y reconozco que debo ser paciente. Muy paciente, porque en la funeraria descubrí algo que no quise leer en la letra pequeña de mi seguro; la cobertura «Eternity luxe» incluye el embalsamamiento. A ello se dedicó el eficiente operario durante aquellas dos largas jornadas, me embalsamó a conciencia. Realizó un trabajo insuperable y aseguró al responsable del tanatorio que el cliente quedaría totalmente complacido:
—Nuestra compañía siempre cumple hasta la última letra del contrato, la voluntad de nuestros clientes es sagrada.
Y en concreto, la letra menuda de mi póliza prometía:
«Conservar su cuerpo incorrupto para la eternidad». 
             

FIN

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