domingo, 8 de mayo de 2016

RELATO BREVE: EL VERDUGO ITINERANTE

Eusebio González Suquia, era verdugo itinerante de la provincia de Segovia, al servicio de su Majestad la Reina de España.
Acompañado del guarda y del carcelero, custodiaba al reo, Alonso Segura, hasta el patíbulo. El reo era un furtivo; se le habían encontrado dos venados y tres puercos salvajes en su cabaña. El Marqués, el Excelentísimo Don José­-Ignacio Sánchez-Terán, había sido tajante en su sentencia: "Hay que dar un castigo ejemplar a estos desalmados, para acabar de una vez por todas con la delictiva práctica del furtivismo en nuestras tierras". Eusebio estaba totalmente de acuerdo. ¿Por qué no podían buscarse todos aquellos maleantes una ocupación digna y decente, como el mismo había hecho? Eusebio González, recordaba su infancia y juventud con cierta tristeza y melancolía. Había sufrido muchas fatalidades, pero nunca se había desviado del camino recto.
De pequeño se deleitaba torturando insectos y otros animalejos, cosas de críos, hasta que el padre Fabián le reprendió: "Eso que haces es pecado, pues todas esas criaturas son criaturas de Dios". Eusebio no entendía que mal podía haber en sacarle los ojos a un gato viejo, o arrancar todas las patitas a una hormiguilla, pero por nada del mundo quería ser un pecador, así que a partir de aquel día dejó en paz a las criaturas de Dios.
Cuando fue mozuelo, fascinado por las heroicas historias que venían del frente carlista, se alistó en la milicia y fue a luchar contra los traidores. No tardó en darse cuenta de que había cometido un grave error: allí pasó más penalidades de las que nunca había sufrido en su mísera vida, echaba de menos las gachas de su madre y la protección de un techo, aunque fuese con goteras, como el de su casa en Maderuelo.
Las pocas veces que entró en combate había disparado bajo el estruendo de la batalla sin saber muy bien contra qué. En una ocasión libraron un combate cuerpo a cuerpo; tenía tal miedo metido dentro, que, años después, sólo recordaba haber dado golpes a diestro y siniestro con la bayoneta contra todo lo que se le acercaba a más de dos pasos.
En una ocasión, poco antes de caer enfermo, el Capitán Sánchez le ordenó repasar un campo después de una cruenta batalla. A las orillas del río Arga habían caído más de cien carlistas, desparramados por los campos de la vega.
La mayoría de ellos heridos, pues las armas de la época raramente conseguían efectos mortales. Eusebio, siguiendo las órdenes del Capitán, agarró su daga y repasó todo el campo.
Fue entonces cuando descubrió su verdadera vocación. Se acercó al primer cuerpo, parecía muerto, pero para cerciorarse clavó la daga a la altura del corazón; la clavó con fuerza, cogiéndola con ambas manos, sintiendo como el metal buscaba su camino por las partes blandas entre las costillas; acertó de lleno, un caño de líquido rojo brotó del pecho del caído y la pierna izquierda comenzó a temblar con un espasmo. Un agradable cosquilleo le recorrió la espalda. Se dirigió hacia el segundo cuerpo. Se sentía fuerte, ahora él dominaba la situación, no odiaba a aquellos hombres; no los conocía de nada, así que sus golpes no llevaban rabia ni rencor. Le cogió de los pelos girándole la cabeza, el individuo todavía respiraba, abrió un ojo, "¡Piedad! ¡Piedad!" Eusebio clavó su daga en el cuello justo debajo de la nuez, la voz del hombre se quebró con un sonido acuoso, la sangre cayó cálida por el dorso de la mano de Eusebio, el hombre le miraba con unos ojos como platos mientras la vida se le iba por segundos. Eusebio tuvo una erección, no tenía nada que ver con el sexo; era mucho mejor.
Para su deleite descubrió que la mayoría de los cuerpos todavía conservaban vida. Saltó de uno a otro, algunos los despachaba de prisa, con un golpe preciso en algún punto vital, con otros se entretenía más; les sacaba los ojos, les cortaba las orejas y los dejaba para volver al cabo de un rato para rematarlos. A más de cien hombres ajustició aquella tarde a orillas del Arga; fue una de las tardes más placentera de su vida.
Poco después cayó enfermo, lo enviaron a casa con unas fiebres terminales, de las que se salvó milagrosamente, quedando como única secuela una leve cojera que se acentuaría con la edad. Cuando vino a visitarlo el padre Fabián, temió recibir una nueva reprimenda, pues estaba seguro que, de alguna forma, el párroco se había enterado de sus acciones en aquella vega del norte. Pero, para su sorpresa, fue todo lo contrario, el padre Fabián le felicitó por su heroica actitud en el frente, donde había demostrado coraje y valor.
Con los papeles de su buen servicio como soldado de España, se fue a solicitar la vacante para verdugo en la provincia de Segovia. Era una plaza como verdugo itinerante, eso le gustaba, así conocería diferentes cárceles y mazmorras. Así que allí estaba, con cientos de servicios en su haber, camino del patíbulo de Pedraza, para ajusticiar a un villano.

Mientras lo conducía al garrote vil, el villano, Alonso Segura, caminaba cabizbajo y callado. Sin duda se sentía culpable por su crimen, pensaba Eusebio, sobre él iba a caer el peso de la justicia de los hombres, y, lo que era peor, la justicia divina, porque su camino hacia el infierno estaba ya trazado. Ató al reo en la silla, le vendó los ojos, se situó detrás y acarició el palo, la vida de un hombre volvía a estar en sus manos, sintió un atisbo de erección, como en otras ocasiones, y finalmente giró el garrote hasta romper el cuello del villano. Ya estaba; había matado a otro hombre, pero no se sentía culpable, contaba con el beneplácito de la sociedad, y con el perdón seguro de Dios; podía dormir con la conciencia bien tranquila. 

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